En respuesta a la columna “Locuacidad inútil”, de Carmen Imbert Brugal
Este artículo plantea una reflexión crítica sobre el uso del lenguaje literario como herramienta de demolición personal en el periodismo de opinión. A través de un análisis discursivo y ético, se cuestiona cómo la elocuencia puede convertirse en estratagema para deslegitimar a una figura pública, desplazando el foco de las ideas hacia el individuo.
ERRORES ILUSTRADOS
Ing. Andres Nova
4/7/20254 min read


Del estilo como estratagema: una reflexión a propósito de “Locuacidad inútil”
"La pluma hiere más que la espada", reza el adagio. Pero poco se dice de cuando esa pluma, esgrimida con maestría literaria, no busca herir argumentos ni desmembrar falacias, sino degollar reputaciones, dejando intactas las ideas y masacrado al portador de ellas.
Así ocurre —con dolorosa precisión— en la columna “Locuacidad inútil”, publicada por Carmen Imbert Brugal el pasado 24 de marzo en este mismo diario. En ella, la autora, en su ya célebre estilo sarcástico y de alta estatura retórica, convierte la comparecencia del director del INTRANT, Milton Morrison, en una excusa para una disertación que, más que analizar políticas, descalifica personalidades. Más que confrontar hechos, caricaturiza tonos. Más que criticar planes, condena una voz.
El artículo, admirable en forma, exhibe todos los ornamentos de la buena prosa: ironía refinada, cadencia culta, referencias literarias de altura. Pero esa brillantez formal, que bien podría iluminar un debate sobre el estado del transporte público, es usada como bisturí inquisitorial contra un solo blanco: el hombre. No la institución. No las leyes. No la cultura del caos vial. El hombre. Morrison.
Es legítimo —y hasta necesario— que un director de una entidad tan crítica como el INTRANT sea cuestionado, evaluado y apretado por la lupa pública. Pero hay una distancia ética entre fiscalizar la gestión y fusilar la dignidad. El lector avezado no puede evitar preguntarse: ¿se discute aquí la crisis del tránsito o se ejecuta, con pluma de seda, una vendetta estética?
La columna no se detiene a contrastar datos, no examina las propuestas concretas llevadas por el funcionario al Senado, no explora las limitaciones estructurales del sistema de transporte, ni la desidia institucional heredada. No. Se detiene —y con especial deleite— en desautorizar el tono de voz, en mofarse del entusiasmo expresado, en calificar de “fanfarronería” lo que, en otro contexto, podría interpretarse como firmeza o convicción. Y todo eso bajo una envoltura de cultura, como si citar a Dante eximiera de explicar el infierno dominicano con rigor técnico.
Desde la psicología del discurso, este fenómeno no es nuevo. Se conoce como proyección hostil sublimada: cuando una crítica emocional se maquilla de análisis. Cuando el autor, no pudiendo (o no queriendo) debatir las ideas, desplaza la artillería hacia el carácter, la voz, el pasado del interlocutor. La crítica pierde su objeto real y se convierte en una puesta en escena: el adversario no es refutado, es expuesto. Y en ese teatro, el juicio ya está dictado antes del telón.
Lo que resulta más perturbador no es la severidad de la columna, sino su parcialidad implícita. Porque todo parece indicar que, desde la primera línea, ya se había firmado una sentencia. Y lo que viene después no es una reflexión abierta, sino una liturgia de adjetivos: verborrea, grandilocuencia, protagonismo cómodo, lamentable comparecencia, irrelevancia institucional. Todos dirigidos a la persona. No al problema. No al sistema.
Milton Morrison, a quien se le atribuye en esa columna la totalidad del desgobierno vial del país, apenas lleva ocho meses en el cargo. Heredó una ley vilipendiada, una cultura de anarquía en las calles, un sistema de inspección vehicular paralizado desde hace años y una ciudadanía acostumbrada a la impunidad. ¿No merecía, al menos, el beneficio de la crítica honesta? ¿No merecía que se evaluaran sus propuestas, su visión, sus limitaciones, antes de ser empujado —literariamente— al purgatorio?
Carmen Imbert Brugal, escritora de mérito y voz potente del comentario político, tiene todo el derecho de ejercer su pluma con agudeza. Pero el estilo no debe ser excusa para el sesgo. La sátira no puede sustituir al argumento. Y la erudición, cuando se emplea para degradar antes que para dialogar, se vuelve un oropel que disfraza la saña con elegancia.
A diferencia de lo que sugiere el título de su columna, lo verdaderamente inútil no es la locuacidad de quien comparece —imperfecto, sí, pero responsable— sino el verbo que, con todos sus laureles, elige castigar en lugar de construir. El periodismo de opinión tiene fuerza, pero también responsabilidad. Cuando esa fuerza se desvía hacia la demolición personal, pierde su brújula moral.
Hoy más que nunca, la crítica necesita menos látigo y más contexto. Menos adjetivo y más argumento. Menos teatralidad y más verdad. Porque cuando un escritor usa todo su ingenio no para iluminar las ideas, sino para incendiar un rostro, la palabra deja de ser herramienta democrática y se convierte en máscara de juicio inquisidor.
Milton Morrison, como cualquier funcionario público, debe rendir cuentas. Pero también merece —como todos los ciudadanos— ser evaluado por sus actos, no por sus silencios, ni por su estilo de hablar, ni por lo que representa para las filias o fobias del comentarista de turno.
En el país del caos vial, sobran culpables y faltan soluciones. Que no sea el talento literario quien se preste ahora a añadir más ruido a ese tráfico.
Andrés Nova
Ensayista y observador del discurso público